Por primera vez desde que tenemos memoria las voces que prevalecen en la
vida pública española son las de personas que saben; por primera vez asistimos
a la abierta celebración del conocimiento y de la experiencia, y al
protagonismo merecido y hasta ahora inédito de esos profesionales de campos
diversos cuya mezcla de máxima cualificación y de coraje civil sostiene siempre
el mecanismo complicado de la entera vida social. En los programas de
televisión donde hasta hace nada reinaban en exclusiva charlistas especializados
en opinar sobre cualquier cosa en cualquier momento, ahora aparecen médicos de
familia, epidemiólogos, funcionarios públicos que se enfrentan a diario a una
enfermedad que lo ha trastocado todo y que en cualquier momento puede atacarlos
a ellos mismos. Cada tarde, a las ocho,
sobre las calles vacías, estalla como una tormenta súbita un aplauso dirigido
no a demagogos embusteros sino a los trabajadores de la sanidad, que hasta ayer
mismo cumplían su tarea acosados por los continuos recortes, la falta de
medios, el desdén a veces agresivo de usuarios caprichosos o quejicas. [...]
La realidad nos ha forzado a situarnos en el terreno hasta ahora muy
descuidado de los hechos: los hechos que se pueden y se deben comprobar y
confirmar, para no confundirlos con delirios o mentiras; los fenómenos que
pueden ser medidos cuantitativamente, con el máximo grado de precisión posible.
Nos habíamos acostumbrado a vivir en la niebla de la opinión, de la diatriba
sobre palabras, del descrédito de lo concreto y comprobable, incluso del
abierto desdén hacia el conocimiento. El espacio público y compartido de lo
real había desaparecido en un torbellino de burbujas privadas, dentro de las
cuales cada uno, con la ayuda de una pantalla de móvil, elaboraba su propia realidad
a medida, su propio universo cuyo protagonista y cuyo centro era él mismo, ella
misma.
[...] entre nosotros la experiencia había
perdido cualquier valor y todo su prestigio, y el conocimiento provocaba recelo
y hasta burla. Cuando todo ha de parecer ostentosamente joven y asociado a la
última novedad tecnológica, la experiencia no sirve para nada, y hasta se
convierte en una desventaja para quien la posee; cuando alguien cree que
puede vivir instalado en la burbuja de su narcisismo [...], el conocimiento
es una sustancia maleable que adquiere la forma que uno desee darle [...].
Ni la izquierda ni la derecha tienen el menor reparo en sustituir el
conocimiento histórico por fábulas patrióticas o leyendas retrospectivas de
victimismo y emancipación.
Curiosamente, en España, la izquierda y la derecha se han puesto siempre de
acuerdo en echar a un lado o arrinconar a las personas dotadas de conocimiento
y experiencia en el ámbito público, y someterlas al control de pseudoexpertos y
enchufados. Maestros y profesores de
instituto llevan décadas sometidos al flagelo de psicopedagogos y de comisarios
políticos; los médicos y los enfermeros en la sanidad pública se han visto
sometidos al capricho y a la inexperiencia de presuntos expertos en gestión o
en recursos humanos cuyo único talento es el de medrar en la maraña de los
cargos políticos.
Nos ha hecho falta una
calamidad como la que
ahora estamos sufriendo para descubrir
de golpe el valor, la urgencia, la importancia suprema del conocimiento sólido
y preciso, para esforzarnos en separar los hechos de los bulos y de la
fantasmagoría y distinguir con nitidez inmediata las voces de las personas que
saben de verdad, las que merecen nuestra admiración y nuestra gratitud por su
heroísmo de servidores públicos. Ahora
nos da algo de vergüenza habernos acostumbrado o resignado durante tanto tiempo
al descrédito del saber, a la celebración de la impostura y la ignorancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario