No estuve allí;
pero, a partir de los datos de que dispongo, juraría que los pasajeros del Titanic pudieron sentir de todo menos
aburrimiento mientras el barco se iba a pique. Tampoco alcanzo a imaginar a los
soldados implicados en la batalla de Waterloo bostezando indolentes,
amodorrados, o arreglándose las uñas sin más motivo que no estar ociosos en
plena refriega.
Le planteé la
cuestión a un experto en conductas humanas a quien conocía someramente.
Habíamos coincidido por segundo año consecutivo en la fiesta al aire libre de
un amigo común. Pensó que bromeaba. Como suele ocurrir en este tipo de
situaciones, él se refugió en la ironía. Fue entonces cuando le dije, ahora ya
sí de broma, que me parecía extraño que la ciencia psicológica careciese de
explicación para lo que a mi juicio es el verdadero meollo del asunto, esto es,
que en el aburrimiento se esconde una convicción engañosa. ¿Cuál? La de estar en la vida como si dispusiéramos de una
provisión interminable de tiempo.
La risa anula
momentáneamente la conciencia de la tragedia. El aburrimiento, a su modo,
también. La primera la vemos como positiva, pues da gusto. El segundo, al
hombre moderno, se le figura una calamidad. Yo intuyo, añadí, que, bien
gestionado, el aburrimiento puede ser una bendición. El psicólogo me preguntó
si en aquellos momentos, en aquel jardín donde ya ardían las brasas de la
barbacoa, yo me estaba divirtiendo. No conozco otra posibilidad, le contesté.
En mi modesta y poco
autorizada opinión, el truco está en persuadirse de que la vida dura las dos
horas y pico que tardó el Titanic
en hundirse. Y como el tipo acogiese mis palabras con una mueca risueña,
agregué, rivalizando con él en impertinencia, que con los años he desarrollado
ciertas aptitudes para guipar al simio
que lleva dentro cada ser humano, razón por la cual no suele
ser difícil para mí hallar entretenimiento en la observación de las personas
cuando no tengo mejor cosa que hacer. Mi interlocutor debió de sentirse
aludido, se fue en busca de bebida y ya no volvió.
Agradezco a mis
progenitores esto, lo otro y lo de más allá, pero particularmente que no
estuvieran pendientes de que no me faltase diversión en cada minuto de la
infancia. Ocupados en las tareas propias del sostenimiento de la familia, en un
medio social humilde, de limitado acceso a los bienes culturales, el ocio del
hijo no era un asunto que reclamase su atención, al menos no con la misma
intensidad que la salud, la nutrición, la ropa y calzado o la educación
escolar.
En consecuencia,
uno, a edad temprana, no tenía más remedio que arreglárselas para colmar los
tiempos muertos de la vida cotidiana con actividades que no consistieran
principalmente en la queja por la falta de actividad. "Papá, mamá, me
aburro", se oye lamentarse a veces, con clara intención de chantaje, a
algunos niños. Me aburro significa en tales ocasiones: dame espectáculo,
cúmpleme un deseo.
No se me ocurre
respuesta más adecuada ni cariñosa en tales casos que esta: "Excava en tu
hastío, hunde la pala, busca el diamante". La idea no es otra que
estimular al pequeño a que se acostumbre a tomar decisiones. Se le convida a
extraer provecho de su imaginación, a ejercitarse en la tenacidad y la
paciencia, y a encontrar, en fin, por sí mismo solución a sus problemas.
Por los días en que
daba clases se hablaba mucho de la pertinencia de motivar a los alumnos. La
palabra motivación era el bebedizo mágico con el que obrar todos los días, en
el aula, maravillas pedagógicas. Al
alumno había que hacerle la enseñanza atractiva. Las
matemáticas debían saberle a fresa; la física y química, alegrarlo como un
número de circo. El alumno no debía aprender por obligación, sino por
curiosidad natural. Incluso había programas educativos que postulaban la
flexibilidad máxima de las actividades. El alumno llegaba a clase y, ante la
oferta de tareas, podía escoger la que le hiciese tilín.
Daba la casualidad
de que los niños no vivían en la escuela. Por las mañanas llegaban al aula
determinados por ciertos hábitos no siempre constructivos y rara vez conformes
con el plan escolar de convivencia y trabajo. Muchos de ellos tendían a
prolongar dichos hábitos en las horas lectivas. Y así, atiborrados de
televisión, años después de consolas de videojuegos, Tamagotchis y lo que fuera que estuviese
de moda (hoy día lo ignoro, pues cambié de oficio), el alumno mostraba pulsiones claramente adictivas, era
incapaz de concentrarse en nada y enseguida se cansaba de los recursos
motivadores del frustrado profesor, convertido en una especie de camarero o
sirviente de los niños. El resultado no era el previsto por las directrices. Al
final, el alumno detestaba el colegio con ardor tan sostenido como el de los
chavales de mi época, sometidos por regla general a una férrea disciplina.
Creo que las
autoridades educativas harían bien en introducir clases de soledad en los
colegios. Serían económicas. Ni siquiera precisarían de personal docente
especializado. Aprender a estar a solas
y en silencio con los propios pensamientos es un arte que no todo el mundo
domina. Y, sin embargo, en dicho arte radica uno de los
antídotos más efectivos contra el aburrimiento, la ansiedad, las actitudes
gregarias y la falta de iniciativa.
Metan ustedes
durante varias horas a un niño de ocho años, a una muchacha de catorce o a un
señor de sesenta y seis en un cuarto de paredes blancas, sin ventanas ni
aparatos. Tan sólo con una mesa en el centro o adosada a la pared, y, sobre la
mesa, un trozo de madera y un juego de gubias. Transcurrido el tiempo, las
posibilidades de que al entrar ustedes en el cuarto no hallen una figura
tallada son con toda seguridad mínimas. Pongan rotuladores y hojas de papel, y
hallarán, al final de la sesión, textos o dibujos. No pongan nada y llegará un
momento en que el recluso se arrancará a cantar, a rememorar su pasado o a
hacer ejercicio físico.
La idea de que el aburrimiento ha de combatirse solamente mediante
estímulos externos me parece un error grave. Ojo, no hay por
qué desdeñar dichos estímulos. ¿A quién no le agrada asistir a un buen
espectáculo? Y aun en tales casos cultivar un espacio mental para el disfrute
de lo que se está presenciando ayuda a no dejarse arrastrar por la blanda
pasividad. ¿Cuántas veces no se le habrá ocurrido a uno la idea para un
proyecto, el dato que faltaba, el verso inicial de un poema, en unos de esos
momentos en que tantos congéneres nuestros mirarían el reloj fastidiados? Se me
hace a mí que el aburrimiento es un regalo de la Naturaleza que permite a los
seres humanos crearse un mundo interior propio con el cual vencer, mire usted
por dónde, el propio aburrimiento.