Para la resistencia
Cuando era niña, en la Praga
comunista los lectores hacían largas colas delante de las librerías. No había
tanta oferta de entretenimiento como en los países democráticos y la gente
dedicaba mucho tiempo a la lectura. Cuando caminaba de mi casa al colegio, con
frecuencia veía colas formándose ya antes de que abrieran las librerías.
Las ediciones de autores
como Marcel Proust y James Joyce se publicaban en tiradas de decenas de miles
en un país de tan solo 10 millones de checohablantes. Y cuando se publicaba un
nuevo libro de Bohumil Hrabal, un escritor que durante muchos años estuvo
prohibido por la censura, los ávidos lectores pasaban la noche durmiendo en
sacos de dormir en una cola que daba la vuelta a la manzana. Lo hacían con la
ilusión de conseguir uno de los ejemplares, porque en aquellos tiempos los
libros no se reimprimían cuando se agotaban, sino cuando la planificación
centralizada lo estipulaba, ajena a la demanda de los lectores, por lo que si
no conseguías un ejemplar de la primera edición no sabías cuándo tendrías otra
oportunidad.
Ese es el principal recuerdo
de mi niñez: las colas para conseguir cualquier cosa —pan, fruta, carne—, pero
las más largas eran las de las librerías.
Muchos años más tarde, ya
desde España, viajé a Moscú para entrevistar a las últimas mujeres que aún
vivían entre las condenadas a un campo de trabajos forzados, los llamados gulags. También con ellas, que
vivieron en carne propia el horror, comprobé que, como en la Praga comunista, el
libro era un bien supremo. Una de ellas, Gaira Vesiólaia, me enseñó pequeñas
libretas hechas a mano: la poesía que se escribía en el gulag. “Puesto que los libros
estaban prohibidos, por las noches recitábamos de memoria esos poemas que
escribieron algunas de nosotras; preferíamos dormir menos y humanizarnos,
dignificarnos con la poesía”, me explicó.
Entonces recordé mi reciente
encuentro con Irina Emeliánova, la hija de Olga Ivínskaia, que fue el último
amor de Borís Pasternak y en quien éste se inspiró para crear el inmortal
personaje de Lara, la protagonista de Doctor
Zhivago.Irina Emeliánova me contó que, tras la muerte de Pasternak, ella y
su madre habían sido enviadas al gulag.
Allí Irina se enamoró de un preso, traductor de poesía. Los dos enamorados se
comunicaban ocultando poemas entre los ladrillos del muro que separaba el campo
de las mujeres del de los hombres. Él le dejaba poemas franceses, ella, poemas
de Borís Pasternak en minúsculos trozos de papel. Galina Safónova nació en un gulag siberiano en los años cuarenta. Puesto
que la barraca, que compartía con su madre y otras presas, era lo único que
conocía, lo vivía como algo natural. Y hasta hoy conserva los libros que las
presas confeccionaron para ella. Tomé uno al azar, Caperucita roja: papeles
cosidos a mano; en cada página, dibujos hechos con lápices de colores y el
texto del cuento inscrito con pluma. “¡Qué feliz me hizo cada uno de esos
libros!”, exclamó Galina: “Con ellos aprendí a leer, fueron mis únicos puntos
de referencia culturales. Los he guardado toda la vida, ¡son mi tesoro!”.
El mundo occidental también
debe considerar que el libro es un tesoro, porque se alegró enormemente cuando
las librerías italianas fueron las primeras en abrir de nuevo. Días después,
las fotos de las colas delante de las librerías alemanas me recordaron las de
la Praga de mi niñez. En España, las librerías han permanecido cerradas durante
dos meses y en este tiempo muchos de nosotros las añoramos, tanto o más que
hacer deporte o tomar una copa con unos amigos.
Las librerías son esenciales
para muchas personas. Durante la cuarentena, confinados en nuestros hogares y
vigilados por la policía para que nadie saliera, el consuelo de muchos fue la
lectura. Escuchamos música y conferencias en livestream,
disfrutamos de nuestras películas preferidas y visitamos museos online; pero no pudimos
prescindir ni un solo día de los libros.
Los libros han sido un
símbolo de resistencia en muchos momentos de abuso de poder. Junto a un libro,
incluso la soledad es un espacio de libertad. Pero también hoy, en nuestras sociedades democráticas, los
libros y las librerías son espacios para la resistencia, contra quien nos
quiere únicamente consumidores acríticos, ciudadanos embobados ante ídolos
efímeros, gobernados no ya por aquellos a quienes elegimos para ello, sino por
los intereses de corporaciones que nos desean inertes a todas horas ante una
pantalla.
Leer es cuestionar lo evidente, interrogar lo establecido, y entrar en una librería es quererse rodear de quienes tantas
cosas tienen por decirnos para
mantenernos dignamente humanos. Por eso, el día en que reabrieron las
librerías era una fiesta.