... Este mismo curso, en la
fase todavía presencial, un alumno me dijo que por qué les exponía teorías que
podían encontrarse en Wikipedia, que hiciera otra cosa. Un tanto perplejo le
respondí que todo estaba en la Red, y que por esa regla de tres no hacía falta
que viniera a la universidad. Otros alumnos te corrigen en clase porque
mientras hablas leen en Internet algo sobre el tema de la explicación y resulta
que no acaba de coincidir con lo dicho. O sea, que el profesor pierde su aura,
deja de ser el monopolizador de todo un conjunto de saberes y se limita a
ejercer de mero gatekeeper,
filtrador de esos conocimientos a los que ellos pueden acceder por sí mismos,
aunque no los sepan ordenar. Y la universidad se reduce a agencia de
acreditación, se limita a expedir títulos refrendando que alguien tiene
conocimientos suficientes para poder ejercer después una profesión. Pero son
conocimientos abiertos a todos, pueden adquirirlos sin haberla pisado.
Estábamos en eso cuando a
todos nos subieron a la Red. Por una parte, sirvió para quitarnos las caretas:
todos somos sintetizadores de conocimientos y ellos, los alumnos, sus
consumidores. Por otra, sin embargo, empezamos a recordar que la enseñanza es
algo más, y que es incompatible con hablar a una pantalla; que las clases no se dan, se representan; que
el profesor es un actor que en cada clase escenifica la materia sobre la que
habla, contribuyendo así a dotarla de corporalidad; que necesita ver el impacto
de lo que dice sobre las caras de los alumnos, y que estos precisan también
tenerlo en frente y sentirse junto a sus compañeros; que esa mezcla de voz, imagen,
interacción, performatividad, comunalidad, debate, humor, es lo que al final
sirve para inocular el interés por el conocimiento, la curiosidad intelectual.
¿A quién no le ha cambiado la vida algún profesor precisamente por esto? ¿Y
quién no ha aprendido de la comunicación con sus compañeros casi tanto o más
que del mismo profesor? A opinar, a discrepar, a trabajar en equipo, a medir
sus propias fuerzas, a acercarse más al ideal del ciudadano comprometido.
[...] Pues sí, esos
atributos de los que antes hablaba parece que no importan, hace tiempo ya que
hemos expulsado a Sócrates, el maestro inquieto por antonomasia, de la
universidad. Este decía que solo sabía que no sabía nada, pero, como nos
advierte Ortega, es “un no saber algo que hace falta saber”. Lo importante no
es que los estudiantes sepan más o menos, es que les pique el gusanillo por
ampliar y disfrutar de sus conocimientos. Aquel alumno tenía razón, la
universidad tiene sentido cuando sirve para algo más que para sintetizarnos lo
que en todo caso está disponible en la Red. Pero para ello hace falta que tanto
ellos como nosotros, los profesores, nos bajemos de ella y recuperemos esa
vocación socrática que hemos perdido entre tanta alienación burocrática.
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