Estoy como dicen que está uno cuando es viejo: recordando el
pasado. Supongo que en una situación de (insoportable) presente absoluto y de
futuro hipotético, el pasado funciona como el único Tiempo Sólido: lo que hubo
está ahí, seguro, ya vivido. Es como un patrimonio, algo inamovible. Hoy estaba
haciendo dulce de peras y había en la cocina una luz fundamental, como
irradiada por las cosas: los mosaicos, la heladera, los cubiertos. Todo parecía
hecho de huesos o de acero, limpio y alegre. Era la misma luz que había en la
casa de la ciudad en la que me crie cuando mi madre y yo cocinábamos juntas, el
mismo talante festivo, esa indolencia que tiene lo que no está vivo y es bello
sin saberlo. La majestuosidad de lo inconsciente. Mientras el dulce empezaba a
hervir —“tenés que revolverlo con cuchara de madera y a fuego bajo para que no
se pegue, ¿ves?”—, empecé a pensar en los libros que leí en aquella casa. Las
tardes que pasé en el escritorio rebatible de mi cuarto con El vino del estío, de Ray Bradbury,
o en los sillones de pana verde del living con los Cuentos
de la selva, de Horacio Quiroga. Recordé
el invierno gélido en que leí las Sonatas de Valle Inclán; la primavera triste en que leí el Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita. La devoción peregrina con que
devoré todo don Miguel de Unamuno; la adicción fetichista por Los niños terribles, de Jean Cocteau. Después, mientras seguía revolviendo el dulce, recordé el
peor invierno de esos años peores, cuando ya vivía en Buenos Aires y leía el
diario de Cesare Pavese, o Las palmeras salvajes, de Faulkner,
que llevaba a todas partes con la sensación de estar
transportando una catedral. Libros que me salvaron, me hundieron, me mostraron
formas del miedo, la muerte y el amor que yo no imaginaba, cofres lisérgicos
que guardan pedazos de tiempo. Entonces me acordé de las Termas del Arapey, en
Uruguay. A los 15 años yo había empezado a frecuentar la casa de alguien que me
llevaba décadas. Una especie de profesor. Apenas lo conocí, me dio 10 hojas
escritas a máquina. Era un listado de libros. Dijo: “Decime qué leíste”. La
lista incluía títulos de Anatole France, Bioy Casares, Melville, Joyce, Rulfo,
Manuel Puig, Balzac, 100 más. Recorrí las páginas y, en apenas un par de
ocasiones, murmuré: “Éste lo leí”. Al terminar me dijo, burlón: “No leíste
nada”. Lo que siguió fue sensacional, escalofriante. Pudo haberme aniquilado,
pero fue la piedra de mi templanza. Acudí a su casa durante un par de años,
enfrentando la ira de mis padres que no querían que lo viera. Con él leí y leí,
parapetada en mi ambición y en mi altivez de cría. Hasta que un día fui a verlo
y le dije que me iba de vacaciones, que estaría ausente por dos semanas. Me
dijo: “Vos no vas a volver”, y cerró la puerta con rabia. Poco después me fui a
las termas del Arapey con mi familia, en casilla rodante. Las termas no deben
haber sido como las recuerdo: invernaderos repletos de plantas de un verde
escandaloso chorreando una humedad rechoncha, lasciva, en torno a piletas de
agua espesa. Eran como úteros verdes de decadencia palaciega. Resultaba tan
triste que parecía gratísimo. Había niños y padres y cuerpos enfermos y sanos y
todo transcurría en un silencio acuático. Afuera era invierno y en esas selvas
inventadas y fértiles me sentía un personaje de novela, medio desmayada por el
efecto de las aguas termales, convaleciente por la abstinencia de lo que dejaba
atrás. A la noche nos refugiábamos en la casa rodante, y en esa burbuja de
candidez inverosímil —por dentro yo vivía en otra parte— mi madre preparaba
arroz con pollo mientras cantábamos “Eran tres alpinos que venían de la
guerra”. En medio de todo eso, yo leía una novela. La historia de Florentino
Ariza, un hombre que espera más de 50 años para estar con Fermina Daza, la
mujer que ama. Hacia el final emprenden una travesía en barco. Él le ordena al
capitán que ondee una bandera amarilla, que indica que a bordo hay enfermos de
cólera, y fuerza una falsa cuarentena. El barco comienza a navegar, ida y
vuelta por el mismo río. Cuando el capitán le pregunta: “¿Y hasta cuándo cree
usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?”, Florentino Ariza
responde: “Toda la vida”. La novela era El
amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez.
Permanecí en la cocina un rato largo pensando en ese final, sin ser molestada
por el mundo, en un ir y venir por el Tiempo Sólido donde todo está hecho de
cosas profundamente vivas, todas hermosas, incluso las cosas tristes.
Página de aula de lengua y literatura de Educación Secundaria
Los que no somos gigantes -la gran mayoría de los seres humanos- tenemos que ir supliendo nuestras carencias a base de esfuerzo y de ir ingeniándonoslas en muchos aspectos. De qué manera y en qué dirección, cada uno va supliendo sus propias carencias, eso dependerá ya del gusto y las particularidades de cada cual. Si investigaba en los ámbitos que me interesaban a mi ritmo y a mi gusto, asimilaba técnicas y conocimientos de un modo extremadamente eficaz (1)
Espero que esta carpetadelc te ayude a crear tu propio recorrido.
(1) Adaptado de De qué hablo cuando hablo de correr de Haruki MURAKAMI
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