Página de aula de lengua y literatura de Educación Secundaria

Los que no somos gigantes -la gran mayoría de los seres humanos- tenemos que ir supliendo nuestras carencias a base de esfuerzo y de ir ingeniándonoslas en muchos aspectos. De qué manera y en qué dirección, cada uno va supliendo sus propias carencias, eso dependerá ya del gusto y las particularidades de cada cual. Si investigaba en los ámbitos que me interesaban a mi ritmo y a mi gusto, asimilaba técnicas y conocimientos de un modo extremadamente eficaz (1)

Espero que esta carpetadelc te ayude a crear tu propio recorrido.

(1) Adaptado de De qué hablo cuando hablo de correr de Haruki MURAKAMI

17.6.20

... una fiesta


Para la resistencia

Cuando era niña, en la Praga comunista los lectores hacían largas colas delante de las librerías. No había tanta oferta de entretenimiento como en los países democráticos y la gente dedicaba mucho tiempo a la lectura. Cuando caminaba de mi casa al colegio, con frecuencia veía colas formándose ya antes de que abrieran las librerías.

Las ediciones de autores como Marcel Proust y James Joyce se publicaban en tiradas de decenas de miles en un país de tan solo 10 millones de checohablantes. Y cuando se publicaba un nuevo libro de Bohumil Hrabal, un escritor que durante muchos años estuvo prohibido por la censura, los ávidos lectores pasaban la noche durmiendo en sacos de dormir en una cola que daba la vuelta a la manzana. Lo hacían con la ilusión de conseguir uno de los ejemplares, porque en aquellos tiempos los libros no se reimprimían cuando se agotaban, sino cuando la planificación centralizada lo estipulaba, ajena a la demanda de los lectores, por lo que si no conseguías un ejemplar de la primera edición no sabías cuándo tendrías otra oportunidad.

Ese es el principal recuerdo de mi niñez: las colas para conseguir cualquier cosa —pan, fruta, carne—, pero las más largas eran las de las librerías.

Muchos años más tarde, ya desde España, viajé a Moscú para entrevistar a las últimas mujeres que aún vivían entre las condenadas a un campo de trabajos forzados, los llamados gulags. También con ellas, que vivieron en carne propia el horror, comprobé que, como en la Praga comunista, el libro era un bien supremo. Una de ellas, Gaira Vesiólaia, me enseñó pequeñas libretas hechas a mano: la poesía que se escribía en el gulag. “Puesto que los libros estaban prohibidos, por las noches recitábamos de memoria esos poemas que escribieron algunas de nosotras; preferíamos dormir menos y humanizarnos, dignificarnos con la poesía”, me explicó.

Entonces recordé mi reciente encuentro con Irina Emeliánova, la hija de Olga Ivínskaia, que fue el último amor de Borís Pasternak y en quien éste se inspiró para crear el inmortal personaje de Lara, la protagonista de Doctor Zhivago.Irina Emeliánova me contó que, tras la muerte de Pasternak, ella y su madre habían sido enviadas al gulag. Allí Irina se enamoró de un preso, traductor de poesía. Los dos enamorados se comunicaban ocultando poemas entre los ladrillos del muro que separaba el campo de las mujeres del de los hombres. Él le dejaba poemas franceses, ella, poemas de Borís Pasternak en minúsculos trozos de papel. Galina Safónova nació en un gulag siberiano en los años cuarenta. Puesto que la barraca, que compartía con su madre y otras presas, era lo único que conocía, lo vivía como algo natural. Y hasta hoy conserva los libros que las presas confeccionaron para ella. Tomé uno al azar, Caperucita roja: papeles cosidos a mano; en cada página, dibujos hechos con lápices de colores y el texto del cuento inscrito con pluma. “¡Qué feliz me hizo cada uno de esos libros!”, exclamó Galina: “Con ellos aprendí a leer, fueron mis únicos puntos de referencia culturales. Los he guardado toda la vida, ¡son mi tesoro!”.

El mundo occidental también debe considerar que el libro es un tesoro, porque se alegró enormemente cuando las librerías italianas fueron las primeras en abrir de nuevo. Días después, las fotos de las colas delante de las librerías alemanas me recordaron las de la Praga de mi niñez. En España, las librerías han permanecido cerradas durante dos meses y en este tiempo muchos de nosotros las añoramos, tanto o más que hacer deporte o tomar una copa con unos amigos.

Las librerías son esenciales para muchas personas. Durante la cuarentena, confinados en nuestros hogares y vigilados por la policía para que nadie saliera, el consuelo de muchos fue la lectura. Escuchamos música y conferencias en livestream, disfrutamos de nuestras películas preferidas y visitamos museos online; pero no pudimos prescindir ni un solo día de los libros.

Los libros han sido un símbolo de resistencia en muchos momentos de abuso de poder. Junto a un libro, incluso la soledad es un espacio de libertad. Pero también hoy, en nuestras sociedades democráticas, los libros y las librerías son espacios para la resistencia, contra quien nos quiere únicamente consumidores acríticos, ciudadanos embobados ante ídolos efímeros, gobernados no ya por aquellos a quienes elegimos para ello, sino por los intereses de corporaciones que nos desean inertes a todas horas ante una pantalla.

Leer es cuestionar lo evidente, interrogar lo establecido, y entrar en una librería es quererse rodear de quienes tantas cosas tienen por decirnos para mantenernos dignamente humanos. Por eso, el día en que reabrieron las librerías era una fiesta.

(Monika Zgustova, “El día en que reabrieron las librerías fue una fiesta”, El País, 20/05/2020)

El inquieto y anciano maestro


... Este mismo curso, en la fase todavía presencial, un alumno me dijo que por qué les exponía teorías que podían encontrarse en Wikipedia, que hiciera otra cosa. Un tanto perplejo le respondí que todo estaba en la Red, y que por esa regla de tres no hacía falta que viniera a la universidad. Otros alumnos te corrigen en clase porque mientras hablas leen en Internet algo sobre el tema de la explicación y resulta que no acaba de coincidir con lo dicho. O sea, que el profesor pierde su aura, deja de ser el monopolizador de todo un conjunto de saberes y se limita a ejercer de mero gatekeeper, filtrador de esos conocimientos a los que ellos pueden acceder por sí mismos, aunque no los sepan ordenar. Y la universidad se reduce a agencia de acreditación, se limita a expedir títulos refrendando que alguien tiene conocimientos suficientes para poder ejercer después una profesión. Pero son conocimientos abiertos a todos, pueden adquirirlos sin haberla pisado. 
Estábamos en eso cuando a todos nos subieron a la Red. Por una parte, sirvió para quitarnos las caretas: todos somos sintetizadores de conocimientos y ellos, los alumnos, sus consumidores. Por otra, sin embargo, empezamos a recordar que la enseñanza es algo más, y que es incompatible con hablar a una pantalla; que las clases no se dan, se representan; que el profesor es un actor que en cada clase escenifica la materia sobre la que habla, contribuyendo así a dotarla de corporalidad; que necesita ver el impacto de lo que dice sobre las caras de los alumnos, y que estos precisan también tenerlo en frente y sentirse junto a sus compañeros; que esa mezcla de voz, imagen, interacción, performatividad, comunalidad, debate, humor, es lo que al final sirve para inocular el interés por el conocimiento, la curiosidad intelectual. ¿A quién no le ha cambiado la vida algún profesor precisamente por esto? ¿Y quién no ha aprendido de la comunicación con sus compañeros casi tanto o más que del mismo profesor? A opinar, a discrepar, a trabajar en equipo, a medir sus propias fuerzas, a acercarse más al ideal del ciudadano comprometido. 

[...] Pues sí, esos atributos de los que antes hablaba parece que no importan, hace tiempo ya que hemos expulsado a Sócrates, el maestro inquieto por antonomasia, de la universidad. Este decía que solo sabía que no sabía nada, pero, como nos advierte Ortega, es “un no saber algo que hace falta saber”. Lo importante no es que los estudiantes sepan más o menos, es que les pique el gusanillo por ampliar y disfrutar de sus conocimientos. Aquel alumno tenía razón, la universidad tiene sentido cuando sirve para algo más que para sintetizarnos lo que en todo caso está disponible en la Red. Pero para ello hace falta que tanto ellos como nosotros, los profesores, nos bajemos de ella y recuperemos esa vocación socrática que hemos perdido entre tanta alienación burocrática.

Carta a una profesora


Mi querida profesora: Verás, si te escribo desde esta página es porque si estoy “aquí”, en parte, es gracias a ti.

No, nunca fui tu mejor alumna, seguro que recuerdas a muchas otras más aplicadas que yo, pero puede que vieras algo especial en mí y ese “algo” te llevara a guiarme por los entresijos de la Literatura hasta convertirla en mi asignatura favorita.

No es que me pusieras “buenas notas”, la verdad es que nunca me diste un sobresaliente, pero sí lograste que me esforzara en la lectura de los libros que nos mandabas leer para luego resumirlos en “comentarios de texto”. No sé si los bachilleres de hoy continúan haciendo comentarios de texto, pero para mí fue una fuente de aprendizaje desbrozar la esencia de obras como El Lazarillo de Tormes Don Quijote… Fuenteovejuna… La vida es sueño… Niebla… Campos de Castilla… La Regenta

Todavía recuerdo cómo torciste el gesto cuando un lunes por la mañana te entregue el comentario sobre las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Andaría por los 13 o 14 años y no debí de poner demasiado entusiasmo en aquel trabajo porque no solo me lo hiciste repetir, sino que, previamente, pusiste todo el empeño en descubrirme la profundidad trágica de esos versos.
Sabes, con el paso del tiempo me he dado cuenta de que para ser un buen maestro te tiene que apasionar lo que vas a enseñar, y a ti se te iluminaba la mirada cuando, subida en el estrado de espaldas a la pizarra, nos hablabas de Cervantes, Lope, Calderón, Valle-Inclán, Lorca o Unamuno con un entusiasmo tal que parecía que fueran tus mejores amigos.

Pero a pesar de lo mucho que me gustaba tu asignatura, no había pensado en dedicarme a nada que tuviera que ver con las “letras”. En el último año de bachillerato recuerdo que me preguntaste qué pensaba hacer cuando dejara el colegio, y muy seria te dije que me gustaría hacer del ballet mi profesión, pero que en casa no me lo iban a permitir, así que lo mismo optaba por estudiar Química o Física. Aún recuerdo tus carcajadas y lo que me dijiste: “¡Pero cómo vas a estudiar Química o Física si has hecho el bachillerato de Letras precisamente porque estas asignaturas te costaba aprobarlas!… A ti lo que se te da bien es escribir”.

Me quedé atónita, era la primera vez que me decías que se me daba bien escribir, y mira por dónde te hice caso y aquí estoy escribiéndote desde está página a la que me han invitado porque me dedico al oficio de contar historias. Te confesaré un secreto: cada vez que publico un libro me pregunto si lo leerás y, sobre todo, qué nota me pondrás… Te aseguro que, viniendo de ti, me conformo con un aprobado. ¡Ojalá!

Los libros de una casa


Estoy como dicen que está uno cuando es viejo: recordando el pasado. Supongo que en una situación de (insoportable) presente absoluto y de futuro hipotético, el pasado funciona como el único Tiempo Sólido: lo que hubo está ahí, seguro, ya vivido. Es como un patrimonio, algo inamovible. Hoy estaba haciendo dulce de peras y había en la cocina una luz fundamental, como irradiada por las cosas: los mosaicos, la heladera, los cubiertos. Todo parecía hecho de huesos o de acero, limpio y alegre. Era la misma luz que había en la casa de la ciudad en la que me crie cuando mi madre y yo cocinábamos juntas, el mismo talante festivo, esa indolencia que tiene lo que no está vivo y es bello sin saberlo. La majestuosidad de lo inconsciente. Mientras el dulce empezaba a hervir —“tenés que revolverlo con cuchara de madera y a fuego bajo para que no se pegue, ¿ves?”—, empecé a pensar en los libros que leí en aquella casa. Las tardes que pasé en el escritorio rebatible de mi cuarto con El vino del estío, de Ray Bradbury, o en los sillones de pana verde del living con los Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Recordé el invierno gélido en que leí las Sonatas de Valle Inclán; la primavera triste en que leí el Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita. La devoción peregrina con que devoré todo don Miguel de Unamuno; la adicción fetichista por Los niños terribles, de Jean Cocteau. Después, mientras seguía revolviendo el dulce, recordé el peor invierno de esos años peores, cuando ya vivía en Buenos Aires y leía el diario de Cesare Pavese, o Las palmeras salvajes, de Faulkner, que llevaba a todas partes con la sensación de estar transportando una catedral. Libros que me salvaron, me hundieron, me mostraron formas del miedo, la muerte y el amor que yo no imaginaba, cofres lisérgicos que guardan pedazos de tiempo. Entonces me acordé de las Termas del Arapey, en Uruguay. A los 15 años yo había empezado a frecuentar la casa de alguien que me llevaba décadas. Una especie de profesor. Apenas lo conocí, me dio 10 hojas escritas a máquina. Era un listado de libros. Dijo: “Decime qué leíste”. La lista incluía títulos de Anatole France, Bioy Casares, Melville, Joyce, Rulfo, Manuel Puig, Balzac, 100 más. Recorrí las páginas y, en apenas un par de ocasiones, murmuré: “Éste lo leí”. Al terminar me dijo, burlón: “No leíste nada”. Lo que siguió fue sensacional, escalofriante. Pudo haberme aniquilado, pero fue la piedra de mi templanza. Acudí a su casa durante un par de años, enfrentando la ira de mis padres que no querían que lo viera. Con él leí y leí, parapetada en mi ambición y en mi altivez de cría. Hasta que un día fui a verlo y le dije que me iba de vacaciones, que estaría ausente por dos semanas. Me dijo: “Vos no vas a volver”, y cerró la puerta con rabia. Poco después me fui a las termas del Arapey con mi familia, en casilla rodante. Las termas no deben haber sido como las recuerdo: invernaderos repletos de plantas de un verde escandaloso chorreando una humedad rechoncha, lasciva, en torno a piletas de agua espesa. Eran como úteros verdes de decadencia palaciega. Resultaba tan triste que parecía gratísimo. Había niños y padres y cuerpos enfermos y sanos y todo transcurría en un silencio acuático. Afuera era invierno y en esas selvas inventadas y fértiles me sentía un personaje de novela, medio desmayada por el efecto de las aguas termales, convaleciente por la abstinencia de lo que dejaba atrás. A la noche nos refugiábamos en la casa rodante, y en esa burbuja de candidez inverosímil —por dentro yo vivía en otra parte— mi madre preparaba arroz con pollo mientras cantábamos “Eran tres alpinos que venían de la guerra”. En medio de todo eso, yo leía una novela. La historia de Florentino Ariza, un hombre que espera más de 50 años para estar con Fermina Daza, la mujer que ama. Hacia el final emprenden una travesía en barco. Él le ordena al capitán que ondee una bandera amarilla, que indica que a bordo hay enfermos de cólera, y fuerza una falsa cuarentena. El barco comienza a navegar, ida y vuelta por el mismo río. Cuando el capitán le pregunta: “¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?”, Florentino Ariza responde: “Toda la vida”. La novela era El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Permanecí en la cocina un rato largo pensando en ese final, sin ser molestada por el mundo, en un ir y venir por el Tiempo Sólido donde todo está hecho de cosas profundamente vivas, todas hermosas, incluso las cosas tristes.