El negocio de inventar nombres
A Fernando Beltrán le contrataron hace años porque a un sitio recién
inaugurado no iba nadie. Ni familias, ni niños, ni turistas, ni nadie.
"Se llamaba Parque Biológico de Madrid y sus responsables decían que o
empezaba a ir gente o cerraban en unos meses. Yo acudí temiéndome lo
peor: me imaginaba un lugar aburrido... Y resulta que allí había una
casa llena de mariposas, un Polo Norte en miniatura con pingüinos de
verdad, una miniselva con monos... ¡Era estupendo! Claro que ¿qué padre
lleva a su niño pequeño a algo llamado Parque Biológico de Madrid? El
nombre fallaba, sin duda. Así que me puse a trabajar. Y les propuse el
que tiene ahora: Faunia. Ahora va más gente. No han cerrado".
Fernando Beltrán es poeta. Y como todo buen poeta, ha vivido siempre de otra cosa.
Fue administrativo, librero, periodista, actor, guionista de cine y
empleado en una agencia de publicidad. En nada duró mucho. Pero en el
mundo de la publicidad vislumbró su hueco: "No se les daba importancia a
los nombres. Ni siquiera tenían mucho presupuesto para eso. Para el marketing,
sí; para el logotipo de la marca en cuestión, también, y para el
mercado, pero el nombre era lo de menos". Beltrán decidió, hace 14 años,
crear una empresa dedicada exclusivamente a la creación de nombres. Sus
amigos le dijeron que si estaba loco, que se iba a morir de hambre, que
para eso, mejor dedicarse en exclusiva a la poesía...
No se ha muerto de hambre. Al contrario. La industria de buscar el
nombre exacto para nuevas empresas, o nuevos productos de empresas
conocidas, ha cobrado cada vez más importancia en la publicidad. En
Estados Unidos, al fenómeno se le denomina naming, y hay
empresas de cientos de empleados dedicadas casi en exclusiva a la
búsqueda de la designación exacta de cada cosa. Es algo difícil... y
caro. "Hay muchos precios, claro. Y hay muchos factores que influyen en
la factura final", comenta Gonzalo Brujó, consejero delegado de
Interbrand-España, una compañía internacional que crea marcas, con más
de 1.200 empleados en todo el mundo y 40 delegaciones repartidas por el
planeta. "Pero el precio puede ir desde los 12.000 euros para el nombre
de una pequeña empresa hasta los 70.000 para la denominación de un coche
estrella de una firma mundialmente conocida, como Ford Mondeo, por
ejemplo, que lo hicimos nosotros, en España", comenta Brujó.
A Beltrán le costó lo suyo aguantar. "Yo trabajaba solo, al principio
hasta tenía que ocultar a algún director de empresa que yo era el único
miembro de mi empresa, o que era poeta, porque no sonaba demasiado
serio, o citarle en vestíbulos de hotel, porque me daba un poco de apuro
quedar en la habitación del piso alquilado donde instalé la oficina.
Mis amigos me decían que lo dejara, pero yo aguanté... y entonces vino
lo de Amena, y me salvé", recuerda.
Una compañía telefónica buscaba una marca para su división de
móviles. Y contrató a una agencia de publicidad. Y ésta, a su vez,
subcontrató a Beltrán para que le propusiera nombres. "Buscaban algo
nuevo, dirigido al público joven, y pensé, para desmarcarme de las
palabras inglesas que se llevaban por entonces, en una palabra española.
Y les propuse Amena. Y para mi sorpresa, después de probarlo con gente
de la calle, fue el elegido. No me proporcionó dinero, porque yo era un
subcontratado, pero me abrió puertas. Me trajo más clientes".
Abandonó el tuguriete que no enseñaba a los directivos por vergüenza,
contrató a una secretaria, consolidó su empresa, que se llama,
precisamente, El Nombre de las Cosas, pero no abandonó su manera casi
artesanal de trabajar: "No me alié con nadie, con ninguna agencia
exitosa que también hiciera logotipos o estudios de mercado. No busco el
dinero sino seguir disfrutando con lo que hago. Por eso sigo solo". Su
método es siempre el mismo: escucha al cliente, que por lo general no es
una gran empresa, sino alguien que pone un bar, o que ha creado un
vino, o que quiere triunfar con su tienda... "Ellos me cuentan, me
explican lo que quieren. Una señora quería que su tienda de velas
tuviera que ver con la literatura, y a mí se me ocurrió novela.
El dueño de un restaurante quería un nombre que aludiera a su intento
de que el que fuera a comer se sintiera como en casa. Se me ocurrió casa prestada".
En estos años, además de estos nombres, ha bautizado las tiendas
Opencor, el centro cultural La Casa Encendida (extrayéndolo del libro
del poeta Luis Rosales), la colección de libros Suma de Letras... Su
tarifa va desde los 1.000 euros hasta los 12.000, "dependiendo mucho de
quién me lo encarga y por qué, porque yo soy mi propio jefe, hago lo que
quiero, y regalo nombres a ONG o a los amigos".
Está convencido de que su auténtica vocación, la poesía, es una
herramienta utilísima: "Claro, un poeta busca decir lo máximo con las
menos palabras posibles. Hay que hacer un esfuerzo de síntesis. Y crear
imágenes. Trabajo igual los versos que los nombres: apuntando las ideas
en cuadernos y en libretas, en la oficina o en la calle, mientras
paseo". Desde que empezó, ha concebido más de 300 nombres. A un ritmo de
dos al mes. Pero le faltaba uno: el suyo.¿Cómo debía llamarse el que se ocupa de
buscar nombres? La respuesta se la dio su hija: "En el colegio pidieron a
los alumnos que apuntaran en una ficha la profesión de los padres. Mi
hija puso 'poeta y nombrador'. Me pareció la definición más hermosa del
mundo". El País. Antonio Jiménez Barca
- Visita su página: elnombredelascosas
Síguelo en Twitter.