Página de aula de lengua y literatura de Educación Secundaria

Los que no somos gigantes -la gran mayoría de los seres humanos- tenemos que ir supliendo nuestras carencias a base de esfuerzo y de ir ingeniándonoslas en muchos aspectos. De qué manera y en qué dirección, cada uno va supliendo sus propias carencias, eso dependerá ya del gusto y las particularidades de cada cual. Si investigaba en los ámbitos que me interesaban a mi ritmo y a mi gusto, asimilaba técnicas y conocimientos de un modo extremadamente eficaz (1)

Espero que esta carpetadelc te ayude a crear tu propio recorrido.

(1) Adaptado de De qué hablo cuando hablo de correr de Haruki MURAKAMI

17.12.20

Feliz Navidad

Feliz Navidad a las mujeres de todos los clubes de alterne de España y de todas las islas españolas. Feliz Navidad a todos los que están en la cárcel, y a todos los que no saben que mañana ingresarán en la cárcel. Feliz Navidad a los alcohólicos. Feliz Navidad a los ancianos en los asilos. Feliz Navidad a los devorados por el Alzheimer, que no recuerdan qué es la Navidad ni que ellos fueron protagonistas de maravillosas Navidades [...]. Feliz Navidad a los que fueron engañados y estafados por las compañías de telefonía móvil y por las compañías de electricidad y por las compañías aéreas y por las compañías religiosas y por las compañías que nos dejaron sin compañía humana [...].Feliz Navidad a los desesperados, porque son los mejores. Feliz Navidad a Cervantes, por felicitar a alguien que no necesita felicidad alguna porque nunca creyó en las leyes de los hombres. Feliz Navidad a Jesucristo. Feliz Navidad a Lenin. Feliz Navidad a Elvis Presley. Feliz Navidad a Luis Buñuel. Feliz Navidad a Nino Bravo, que nos lo dio todo y no le dimos nada a cambio. Feliz Navidad a mi padre, que no podrá felicitarme nunca más la Navidad. Feliz Navidad a los fracasados, porque de ellos es la gran belleza del mundo. Feliz Navidad a los restos óseos de Federico García Lorca, que están siempre allí, en esa invisibilidad acumulada a la que llamamos España. Feliz Navidad a los tontos, a los tullidos y a los locos. Feliz Navidad al dinero, que nunca te mira por encima del hombro. Feliz Navidad a la inflación, al Ibex 35 y al índice Nikkei. Feliz Navidad a las cajas de ahorros, porque de ellas es nuestra alma. Feliz Navidad al Banco de España, porque nos ilumina siempre. Feliz Navidad a Mariano Rajoy, que envejece tranquilo en algún piso grande, bonito y soleado. Y Feliz Navidad a mí mismo, que me la merezco por haber sufrido siempre tanto y siempre por tan poco. Y Feliz Navidad al Real Madrid y al Fútbol Club Barcelona, porque en ellos descansa inalterable la unidad de España.

 

(Abreviado de Manuel Vilas, “Feliz Navidad”, El País, 14/12/2018)

30.11.20

Ubi sunt

 

Qué

 

Todo cuanto leí, qué pasa ahora con ello. Las calles en las que me perdí, los portales en los que me refugié, los cuartos de baño en los que me alivié, las sardinas en lata, los afectos dudosos y los claros, las plazas, las tormentas, la lluvia, las pipas de girasol, el hielo, la miel de las abejas…

 

Qué pasa con los cuadernos de rayas, con las caligrafías conquistadas, con las almohadas y el minibar de los hoteles, con el daño que infligí o que me infligieron. Qué con las lagartijas y los grillos y con las golondrinas y con los murciélagos, qué con estos diez dedos de mis manos, qué con mis manos, qué con la nuez o bocado de Adán, qué con mi hígado, con mis pulmones, con mis vísceras en general, qué con mi piel y mis pupilas y con el blanco de mis ojos, qué con los fluidos corporales y la respiración. Qué fue de los zapatos viejos y de los calcetines agujereados, qué de las lágrimas que lubricaban la córnea y de las que lloraron la muerte de los padres, qué de los miedos de la infancia, del estupor adolescente y del pánico de la madurez, qué de los tres mil quinientos domingos por la tarde resultantes de multiplicar los de cada año de la vida por los años vividos. Qué fue del humo de tantos cigarrillos, qué del pelo perdido, qué de la euforia y de la depresión y de las responsabilidades impuestas y de las aceptadas. Qué fue de la religión, qué fue de Dios y qué de Lucifer, el arcángel socialdemócrata.

 

Qué fue de los gusanos de seda y de las mariposas, qué de las fotografías de los abuelos y las tías solteras, qué del triciclo y del caballo de cartón y de las oraciones causales o las adversativas, qué de la ortografía y la sintaxis, qué de las risotadas del alcohol. Qué me pasa esta tarde, qué cosa soy, de dónde.

 

(Juan José Millás, “Qué”, El País, 13/11/2020)

17.6.20

... una fiesta


Para la resistencia

Cuando era niña, en la Praga comunista los lectores hacían largas colas delante de las librerías. No había tanta oferta de entretenimiento como en los países democráticos y la gente dedicaba mucho tiempo a la lectura. Cuando caminaba de mi casa al colegio, con frecuencia veía colas formándose ya antes de que abrieran las librerías.

Las ediciones de autores como Marcel Proust y James Joyce se publicaban en tiradas de decenas de miles en un país de tan solo 10 millones de checohablantes. Y cuando se publicaba un nuevo libro de Bohumil Hrabal, un escritor que durante muchos años estuvo prohibido por la censura, los ávidos lectores pasaban la noche durmiendo en sacos de dormir en una cola que daba la vuelta a la manzana. Lo hacían con la ilusión de conseguir uno de los ejemplares, porque en aquellos tiempos los libros no se reimprimían cuando se agotaban, sino cuando la planificación centralizada lo estipulaba, ajena a la demanda de los lectores, por lo que si no conseguías un ejemplar de la primera edición no sabías cuándo tendrías otra oportunidad.

Ese es el principal recuerdo de mi niñez: las colas para conseguir cualquier cosa —pan, fruta, carne—, pero las más largas eran las de las librerías.

Muchos años más tarde, ya desde España, viajé a Moscú para entrevistar a las últimas mujeres que aún vivían entre las condenadas a un campo de trabajos forzados, los llamados gulags. También con ellas, que vivieron en carne propia el horror, comprobé que, como en la Praga comunista, el libro era un bien supremo. Una de ellas, Gaira Vesiólaia, me enseñó pequeñas libretas hechas a mano: la poesía que se escribía en el gulag. “Puesto que los libros estaban prohibidos, por las noches recitábamos de memoria esos poemas que escribieron algunas de nosotras; preferíamos dormir menos y humanizarnos, dignificarnos con la poesía”, me explicó.

Entonces recordé mi reciente encuentro con Irina Emeliánova, la hija de Olga Ivínskaia, que fue el último amor de Borís Pasternak y en quien éste se inspiró para crear el inmortal personaje de Lara, la protagonista de Doctor Zhivago.Irina Emeliánova me contó que, tras la muerte de Pasternak, ella y su madre habían sido enviadas al gulag. Allí Irina se enamoró de un preso, traductor de poesía. Los dos enamorados se comunicaban ocultando poemas entre los ladrillos del muro que separaba el campo de las mujeres del de los hombres. Él le dejaba poemas franceses, ella, poemas de Borís Pasternak en minúsculos trozos de papel. Galina Safónova nació en un gulag siberiano en los años cuarenta. Puesto que la barraca, que compartía con su madre y otras presas, era lo único que conocía, lo vivía como algo natural. Y hasta hoy conserva los libros que las presas confeccionaron para ella. Tomé uno al azar, Caperucita roja: papeles cosidos a mano; en cada página, dibujos hechos con lápices de colores y el texto del cuento inscrito con pluma. “¡Qué feliz me hizo cada uno de esos libros!”, exclamó Galina: “Con ellos aprendí a leer, fueron mis únicos puntos de referencia culturales. Los he guardado toda la vida, ¡son mi tesoro!”.

El mundo occidental también debe considerar que el libro es un tesoro, porque se alegró enormemente cuando las librerías italianas fueron las primeras en abrir de nuevo. Días después, las fotos de las colas delante de las librerías alemanas me recordaron las de la Praga de mi niñez. En España, las librerías han permanecido cerradas durante dos meses y en este tiempo muchos de nosotros las añoramos, tanto o más que hacer deporte o tomar una copa con unos amigos.

Las librerías son esenciales para muchas personas. Durante la cuarentena, confinados en nuestros hogares y vigilados por la policía para que nadie saliera, el consuelo de muchos fue la lectura. Escuchamos música y conferencias en livestream, disfrutamos de nuestras películas preferidas y visitamos museos online; pero no pudimos prescindir ni un solo día de los libros.

Los libros han sido un símbolo de resistencia en muchos momentos de abuso de poder. Junto a un libro, incluso la soledad es un espacio de libertad. Pero también hoy, en nuestras sociedades democráticas, los libros y las librerías son espacios para la resistencia, contra quien nos quiere únicamente consumidores acríticos, ciudadanos embobados ante ídolos efímeros, gobernados no ya por aquellos a quienes elegimos para ello, sino por los intereses de corporaciones que nos desean inertes a todas horas ante una pantalla.

Leer es cuestionar lo evidente, interrogar lo establecido, y entrar en una librería es quererse rodear de quienes tantas cosas tienen por decirnos para mantenernos dignamente humanos. Por eso, el día en que reabrieron las librerías era una fiesta.

(Monika Zgustova, “El día en que reabrieron las librerías fue una fiesta”, El País, 20/05/2020)

El inquieto y anciano maestro


... Este mismo curso, en la fase todavía presencial, un alumno me dijo que por qué les exponía teorías que podían encontrarse en Wikipedia, que hiciera otra cosa. Un tanto perplejo le respondí que todo estaba en la Red, y que por esa regla de tres no hacía falta que viniera a la universidad. Otros alumnos te corrigen en clase porque mientras hablas leen en Internet algo sobre el tema de la explicación y resulta que no acaba de coincidir con lo dicho. O sea, que el profesor pierde su aura, deja de ser el monopolizador de todo un conjunto de saberes y se limita a ejercer de mero gatekeeper, filtrador de esos conocimientos a los que ellos pueden acceder por sí mismos, aunque no los sepan ordenar. Y la universidad se reduce a agencia de acreditación, se limita a expedir títulos refrendando que alguien tiene conocimientos suficientes para poder ejercer después una profesión. Pero son conocimientos abiertos a todos, pueden adquirirlos sin haberla pisado. 
Estábamos en eso cuando a todos nos subieron a la Red. Por una parte, sirvió para quitarnos las caretas: todos somos sintetizadores de conocimientos y ellos, los alumnos, sus consumidores. Por otra, sin embargo, empezamos a recordar que la enseñanza es algo más, y que es incompatible con hablar a una pantalla; que las clases no se dan, se representan; que el profesor es un actor que en cada clase escenifica la materia sobre la que habla, contribuyendo así a dotarla de corporalidad; que necesita ver el impacto de lo que dice sobre las caras de los alumnos, y que estos precisan también tenerlo en frente y sentirse junto a sus compañeros; que esa mezcla de voz, imagen, interacción, performatividad, comunalidad, debate, humor, es lo que al final sirve para inocular el interés por el conocimiento, la curiosidad intelectual. ¿A quién no le ha cambiado la vida algún profesor precisamente por esto? ¿Y quién no ha aprendido de la comunicación con sus compañeros casi tanto o más que del mismo profesor? A opinar, a discrepar, a trabajar en equipo, a medir sus propias fuerzas, a acercarse más al ideal del ciudadano comprometido. 

[...] Pues sí, esos atributos de los que antes hablaba parece que no importan, hace tiempo ya que hemos expulsado a Sócrates, el maestro inquieto por antonomasia, de la universidad. Este decía que solo sabía que no sabía nada, pero, como nos advierte Ortega, es “un no saber algo que hace falta saber”. Lo importante no es que los estudiantes sepan más o menos, es que les pique el gusanillo por ampliar y disfrutar de sus conocimientos. Aquel alumno tenía razón, la universidad tiene sentido cuando sirve para algo más que para sintetizarnos lo que en todo caso está disponible en la Red. Pero para ello hace falta que tanto ellos como nosotros, los profesores, nos bajemos de ella y recuperemos esa vocación socrática que hemos perdido entre tanta alienación burocrática.

Carta a una profesora


Mi querida profesora: Verás, si te escribo desde esta página es porque si estoy “aquí”, en parte, es gracias a ti.

No, nunca fui tu mejor alumna, seguro que recuerdas a muchas otras más aplicadas que yo, pero puede que vieras algo especial en mí y ese “algo” te llevara a guiarme por los entresijos de la Literatura hasta convertirla en mi asignatura favorita.

No es que me pusieras “buenas notas”, la verdad es que nunca me diste un sobresaliente, pero sí lograste que me esforzara en la lectura de los libros que nos mandabas leer para luego resumirlos en “comentarios de texto”. No sé si los bachilleres de hoy continúan haciendo comentarios de texto, pero para mí fue una fuente de aprendizaje desbrozar la esencia de obras como El Lazarillo de Tormes Don Quijote… Fuenteovejuna… La vida es sueño… Niebla… Campos de Castilla… La Regenta

Todavía recuerdo cómo torciste el gesto cuando un lunes por la mañana te entregue el comentario sobre las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Andaría por los 13 o 14 años y no debí de poner demasiado entusiasmo en aquel trabajo porque no solo me lo hiciste repetir, sino que, previamente, pusiste todo el empeño en descubrirme la profundidad trágica de esos versos.
Sabes, con el paso del tiempo me he dado cuenta de que para ser un buen maestro te tiene que apasionar lo que vas a enseñar, y a ti se te iluminaba la mirada cuando, subida en el estrado de espaldas a la pizarra, nos hablabas de Cervantes, Lope, Calderón, Valle-Inclán, Lorca o Unamuno con un entusiasmo tal que parecía que fueran tus mejores amigos.

Pero a pesar de lo mucho que me gustaba tu asignatura, no había pensado en dedicarme a nada que tuviera que ver con las “letras”. En el último año de bachillerato recuerdo que me preguntaste qué pensaba hacer cuando dejara el colegio, y muy seria te dije que me gustaría hacer del ballet mi profesión, pero que en casa no me lo iban a permitir, así que lo mismo optaba por estudiar Química o Física. Aún recuerdo tus carcajadas y lo que me dijiste: “¡Pero cómo vas a estudiar Química o Física si has hecho el bachillerato de Letras precisamente porque estas asignaturas te costaba aprobarlas!… A ti lo que se te da bien es escribir”.

Me quedé atónita, era la primera vez que me decías que se me daba bien escribir, y mira por dónde te hice caso y aquí estoy escribiéndote desde está página a la que me han invitado porque me dedico al oficio de contar historias. Te confesaré un secreto: cada vez que publico un libro me pregunto si lo leerás y, sobre todo, qué nota me pondrás… Te aseguro que, viniendo de ti, me conformo con un aprobado. ¡Ojalá!

Los libros de una casa


Estoy como dicen que está uno cuando es viejo: recordando el pasado. Supongo que en una situación de (insoportable) presente absoluto y de futuro hipotético, el pasado funciona como el único Tiempo Sólido: lo que hubo está ahí, seguro, ya vivido. Es como un patrimonio, algo inamovible. Hoy estaba haciendo dulce de peras y había en la cocina una luz fundamental, como irradiada por las cosas: los mosaicos, la heladera, los cubiertos. Todo parecía hecho de huesos o de acero, limpio y alegre. Era la misma luz que había en la casa de la ciudad en la que me crie cuando mi madre y yo cocinábamos juntas, el mismo talante festivo, esa indolencia que tiene lo que no está vivo y es bello sin saberlo. La majestuosidad de lo inconsciente. Mientras el dulce empezaba a hervir —“tenés que revolverlo con cuchara de madera y a fuego bajo para que no se pegue, ¿ves?”—, empecé a pensar en los libros que leí en aquella casa. Las tardes que pasé en el escritorio rebatible de mi cuarto con El vino del estío, de Ray Bradbury, o en los sillones de pana verde del living con los Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Recordé el invierno gélido en que leí las Sonatas de Valle Inclán; la primavera triste en que leí el Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita. La devoción peregrina con que devoré todo don Miguel de Unamuno; la adicción fetichista por Los niños terribles, de Jean Cocteau. Después, mientras seguía revolviendo el dulce, recordé el peor invierno de esos años peores, cuando ya vivía en Buenos Aires y leía el diario de Cesare Pavese, o Las palmeras salvajes, de Faulkner, que llevaba a todas partes con la sensación de estar transportando una catedral. Libros que me salvaron, me hundieron, me mostraron formas del miedo, la muerte y el amor que yo no imaginaba, cofres lisérgicos que guardan pedazos de tiempo. Entonces me acordé de las Termas del Arapey, en Uruguay. A los 15 años yo había empezado a frecuentar la casa de alguien que me llevaba décadas. Una especie de profesor. Apenas lo conocí, me dio 10 hojas escritas a máquina. Era un listado de libros. Dijo: “Decime qué leíste”. La lista incluía títulos de Anatole France, Bioy Casares, Melville, Joyce, Rulfo, Manuel Puig, Balzac, 100 más. Recorrí las páginas y, en apenas un par de ocasiones, murmuré: “Éste lo leí”. Al terminar me dijo, burlón: “No leíste nada”. Lo que siguió fue sensacional, escalofriante. Pudo haberme aniquilado, pero fue la piedra de mi templanza. Acudí a su casa durante un par de años, enfrentando la ira de mis padres que no querían que lo viera. Con él leí y leí, parapetada en mi ambición y en mi altivez de cría. Hasta que un día fui a verlo y le dije que me iba de vacaciones, que estaría ausente por dos semanas. Me dijo: “Vos no vas a volver”, y cerró la puerta con rabia. Poco después me fui a las termas del Arapey con mi familia, en casilla rodante. Las termas no deben haber sido como las recuerdo: invernaderos repletos de plantas de un verde escandaloso chorreando una humedad rechoncha, lasciva, en torno a piletas de agua espesa. Eran como úteros verdes de decadencia palaciega. Resultaba tan triste que parecía gratísimo. Había niños y padres y cuerpos enfermos y sanos y todo transcurría en un silencio acuático. Afuera era invierno y en esas selvas inventadas y fértiles me sentía un personaje de novela, medio desmayada por el efecto de las aguas termales, convaleciente por la abstinencia de lo que dejaba atrás. A la noche nos refugiábamos en la casa rodante, y en esa burbuja de candidez inverosímil —por dentro yo vivía en otra parte— mi madre preparaba arroz con pollo mientras cantábamos “Eran tres alpinos que venían de la guerra”. En medio de todo eso, yo leía una novela. La historia de Florentino Ariza, un hombre que espera más de 50 años para estar con Fermina Daza, la mujer que ama. Hacia el final emprenden una travesía en barco. Él le ordena al capitán que ondee una bandera amarilla, que indica que a bordo hay enfermos de cólera, y fuerza una falsa cuarentena. El barco comienza a navegar, ida y vuelta por el mismo río. Cuando el capitán le pregunta: “¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?”, Florentino Ariza responde: “Toda la vida”. La novela era El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Permanecí en la cocina un rato largo pensando en ese final, sin ser molestada por el mundo, en un ir y venir por el Tiempo Sólido donde todo está hecho de cosas profundamente vivas, todas hermosas, incluso las cosas tristes.


14.5.20

Don Quijote confinado

Percibo todos los días que algo no funciona bien en mi amor a los libros. No funciona bien la literatura en mi cabeza ni tampoco lo hace el cine. Veo buenas películas, pero algo falla, algo se ha roto. Y lo más paradójico es que me alegro muchísimo de que mi amor a los libros se hunda. La literatura, el cine, el arte funcionan como preámbulo de la vida. Que haya notado el descalabro de la literatura en mi interior significa que amo más la vida que los libros, cosa que me alegra.

La literatura no funciona en mi cabeza en estos momentos porque la vida ha dejado de existir. Uno lee libros para poner en práctica lo leído a través de la vida. No se ha movido ni un ápice la teoría aristotélica que afirma que la literatura es una imitación de la vida. Muy jovencito me aprendí el célebre poema Pandémica y celeste, de Jaime Gil de Biedma, para hacerme el interesante con las chicas, es decir, para devolverle, restituirle a la vida ese poema. Y así con todos los libros que iba leyendo. Los leía, y luego los reintegraba a la vida. Pero ahora no hay vida a quien retornar y rendir la literatura. Si Walt Whitman me exaltaba, yo reembolsaba esa exaltación a la vida. Si leía a Baudelaire, era para ser un dandi como él. Si con Cervantes y Kafka viajaba al abismo de la imaginación, era para luego tener un mapa que me permitiera navegar el abismo de la realidad. Seguimos leyendo porque pensamos que la covid-19 acabará. Que terminará esta Edad Media con Internet, que es lo que tenemos ahora. Si no llegara la vacuna, si esto no terminara nunca, la literatura se desmoronaría.

Tendríamos que preguntarle a Aristóteles qué puede hacer la literatura cuando no hay vida a la que imitar.El deber de un escritor hoy es recordar que hemos perdido la libertad. Bien poca gracia me hace cantar el Resistiré del Dúo Dinámico y pensar que estoy viviendo una aventura épica, porque lo que en verdad estoy viviendo es un delirio de subdesarrollo político, sanitario y económico. Por cierto, podrían haber elegido otra canción. Por ejemplo: Lucha de gigantes, de Antonio Vega, que es hermosísima. El mundo es mucho peor que ayer. Ni siquiera tenemos palabras para decir lo que estamos viviendo. Se han inventado esa palabra eufemística que no sale en el diccionario: desescalada.

Al menos, he hecho un descubrimiento: es mejor leer el Quijote empezando por la segunda parte, y después leer la primera. Que por qué llevo tan mal el confinamiento. Pues por la misma razón que lo llevaría mal Don Quijote, que leyó literatura para llevar los libros a la vida, para convertir la vida en arte. Imaginadlo confinado. Don Quijote es el gran lector de libros y los leyó para embellecer la vida.

(Manuel Vilas, El País, 05/05/2020)

Lean, ahora, más que nunca

Lean, ahora, más que nunca. No lean La peste de Camus para que les cuente lo que está pasando, sino porque es Camus, y es una obra que debería ser leída. No lean libros para escapar de la realidad, porque en la lectura, no se cumple lo de que quien busca, halla, sino que sucede al revés, es el libro el que decide concedernos o no un respiro. No digan estoy leyendo ahora todo lo que no he podido durante estos meses, porque entonces demostrarán hasta qué punto les importa poco la lectura. Los libroadictos necesitan su dosis cada día, y si no pueden tenerla, andan malhumorados y cariacontecidos, esperando el aire fresco de la puerta abierta de unas líneas.

Puede ser que ahora tengamos más tiempo, pero a lo mejor menos sosiego, o no valoramos ese rato dedicado a las páginas como deberíamos. No digan, estoy aprovechando para releer el Quijote, como si fuera necesaria una cuarentena para volver al único libro que parecen conocer muchos de nuestros políticos. Lean lo que quieran. Echen de menos las bibliotecas, ahora sí, ese lujo que no hemos sabido valorar nunca. Piensen en todos esos libros allí guardados, en los estantes llenos de huecos de todos los préstamos que tenemos en nuestras casas, en los pasillos vacíos de estudiantes y silenciosos sin el rumor maravilloso de hojas que se pasan con cuidado.

Piensen también en las librerías, en los tesoros que aún pueden comprar por internet en algunas de ellas, para no hundir más un barco bastante tocado. Lean sin pudor, lo primero que cojan, lo que estuvo de moda y no se atrevieron, lo que nunca va a estarlo, desempolven sus viejos libros de la carrera, Séneca, por ejemplo, es una opción magnífica, aunque tampoco haya que ponerse estupendo.

Disfruten de Guillermo el travieso, intenten (ya se lo digo yo, sin éxito alguno) compartirlo con sus hijos, o hagan al revés, lean lo que están leyendo ellos. Huyan de sí mismos durante unas líneas. Si el libro es bueno, el viaje será más largo, pero a veces, hasta una vuelta al pasillo sirve para olvidar la opresión del agobio. Lean. Me da igual qué libro elijan. En todos surge ahora mismo una invitación a disfrutar de un mundo paralelo a años luz de la ficción que era nuestra realidad no hace tanto tiempo.

(Pilar Galán Rodríguez, El Periódico de Extremadura, 07/05/2020)

Trabajos, exámenes, evaluación y otros

La educación “online” incrementa las posibilidades de hacer trampas e incluso la suplantación de identidad. Profesores y expertos coinciden en que hay que cambiar la manera de evaluar en estas circunstancias.

“Chicos os comparto cinco apps para hacer los deberes y acertar todo en los exámenes”. Así arranca uno de los cientos de vídeos de Tik Tok que han invadido las redes sociales el último mes. En un minuto, los alumnos comparten trucos para acertar los exámenes, hacer resúmenes automáticos, resolver problemas matemáticos, analizar sintácticamente frases, o traducir del latín. Hay cientos, con etiquetas como #trucos #clasesonline, y la mayoría llevan un trabajo de edición concienzudo. Y muy eficaz.

Estos vídeos demuestran que la ética es una tarea pendiente, pero que las competencias digitales de los alumnos son más evolucionadas que las de algunos docentes. “Acabo de terminar mi examen de mates y lo he copiado enterito”, confiesa Carla, 16 años, estudiante de 4 de ESO de Madrid. En su centro les obligan a poner el móvil apuntando al cuaderno y la profesora vigila desde la pantalla. “No te pueden controlar. Si quieres hacer trampas, las haces. Y ahora con las plataformas más”, dice. Para copiar ha usado tres cuadernos fuera de plano y el móvil de su madre para compartir las respuestas en el grupo de Whatsapp. “No me da cargo de conciencia, me pasé la tarde estudiando y no entendía nada. Es mucho más difícil aprender a distancia. Estaba agobiadísima y me ha salvado”, explica.

 

Imposible hacer exámenes 100% seguros


Los especialistas en ciberseguridad coinciden en que es imposible hacer exámenes 100% seguros. “Existen aplicaciones que analizan el comportamiento al otro lado de la pantalla y el porcentaje de posibilidades de que los alumnos hayan copiado, pero es difícil implantarlas para millones de alumnos”, dice Eduardo Cruz, especialista en ciberseguridad y consejero delegado de la aplicación de control parental Qustodio. Una de ellas es el navegador Respondus LockDown Browser: impide copiar datos, ir a otras URL o utilizar otras aplicaciones, y envía un informe de vídeo y audio de cada alumno con una estimación de fraude. Como es imposible de aplicar en el sistema educativo, Daniel C., profesor de robótica e inglés en Mérida, señala que las facultades de informática han optado por lo analógico, que permite al menos comprobar la letra de quien hace el examen: “Los alumnos hacen las pruebas con tiempo muy limitado, en papel y a mano, y luego las escanean y se las envían a su profesor”.
Cuando a Rafael Rodríguez Rubio, del instituto IES Ramón Carande de Sevilla, le llegaron estos vídeos le escandalizó que alardearan de hacer trampas, pero le fascinó “su capacidad de superar problemas de forma cooperativa, solidaria y con las herramientas a su alcance; demuestran mejor que cualquier test sus competencias para el siglo XXI”. Rafael cree que en el fondo están cuestionando cómo se les examina: “Debería ser un proceso de mejora y no solo de números”. El problema es que la adaptación del sistema educativo a esta situación ha sido forzada, rápida y sin tiempo para pensarla: “Ha habido muchos desajustes. Para algunos profesores lo fácil es tirar de los reyes godos y olvidamos lo más importante, que son los procesos”, señala Rodríguez Rubio.

Para Carla es insultante que les evalúen con un test: “Los exámenes online no tienen sentido. La profesora no sabe si he entendido la II Guerra Mundial si me pregunta por fechas, nombres y batallas, que están a un clic. Molaría que hubiera retos, que tuviéramos que aplicar lo aprendido a los campos de refugiados, por ejemplo. Pero sería más difícil de corregir que un cuestionario de Google”. Aunque reconoce que los exámenes tienen menos peso que antes, pero siguen siendo importantes.

José Miguel Sáiz Gómez, asesor de tecnología en un centro de Formación del Profesorado de Cantabria y responsable de formación online de la consejería ofrece algunas pautas para que la evaluación dé un retrato cercano al desarrollo de los alumnos. “Varias pruebas y más breves, con tiempo acotado, preguntas aleatorias y varios modelos de examen. Y pruebas de respuesta abierta, donde tengan que sacar conclusiones, relacionar y aportar experiencias personales”, explica.

 

Sin exámenes convencionales


Susana López Romero es profesora en un instituto en Cádiz y ha prescindido de los exámenes convencionales. “Les dejo usar todo el material y que resuelvan supuestos”, explica. “No tiene sentido que memoricen 40 leyes que van a cambiar mañana. Es mejor que sepan dónde buscar información veraz, y aplicarla en un mundo cambiante”, concluye. Otra propuesta es que apliquen lo aprendido a su realidad, como dice Carlos Medina, profesor de Historia en Elche: “Deben saber cómo el aprendizaje les es útil para cambiar su mundo. Los test no evalúan la capacidad del alumno de superar un problema”.

En el colegio de Sara, ni siquiera les obligan a encender la cámara para hacer el examen online, así que su madre respondió por ella una prueba de francés: “Bueno, fue un poco a medias”, confiesa. Ella a su vez resolvió el examen de inglés de su hermano. “Él sí que tenía que encender la cámara, pero no el micro, me puse a su lado fuera de plano y le dicté las respuestas”, explica esta alumna de cuarto de Secundaria. Dani C. cree que las familias apoyan a sus hijos aplicando el sentido común que a veces el sistema no aporta. “Si esa niña tiene que sacar una nota imposible para hacer medicina, es normal que su madre le ayude con el francés, que no es determinante y puede penalizarle”. Para este profesor hay algo también de desafío frente a un sistema injusto. “Les cabrea y lo revientan con las armas a su alcance. Están utilizando técnicas muy inteligentes: trabajo en grupo para un objetivo común, optimizando el aprendizaje y compartiéndolo”, explica este docente.

A Sara le enfadó y le alegró a partes iguales descubrir que su profesora de literatura había copiado de internet un examen. Tenía que responder varias preguntas sobre San Manuel Bueno Mártir, de Miguel de Unamuno: “No me lo había leído pero copié una de las preguntas en google y me llevó a una página con 50 preguntas y respuestas sobre el libro; solo tuve que reescribir las respuestas con mis palabras para que no se notara”.

Eduardo Cruz propone integrar la tecnología de forma creativa: “El medio que usan estos estudiantes debería ser parte de la solución. Si en lugar de un examen se les planteara hacer un vídeo TikTok sobre un libro tendrían que investigar, hacer un buen guion, resumir y pensar”, explica este especialista. Y concluye admirado: “Estos chavales están rompiendo con lo establecido y cuestionándolo. Les parece absurdo así que están haciendo su revolución”.

El lujo de la interacción humana

En 30 años de servicio, nunca había imaginado clases, exámenes ni graduaciones a través de una fría pantalla. Siento la incomodidad del que vive en un mundo en el que ya no se reconoce.

Me inspiran terror los elogios que están desgranando en estas semanas los corifeos de lo virtual y de la enseñanza telemática (entre ellos, por desgracia, el ministro de Universidades, Manuel Castells). Ese es un peligroso caballo de Troya que, aprovechando la pandemia, trata astutamente de derribar los últimos baluartes de nuestra intimidad y de la enseñanza. Por el contrario, en medio de tantas incertidumbres, yo he madurado una certeza: el contacto con los alumnos en el aula es lo único que puede dar verdadero sentido a la enseñanza e incluso a la propia vida del docente. En 30 años de servicio, nunca había imaginado clases, exámenes ni graduaciones a través de una fría pantalla. Y, mientras algunos colegas se deshacen en elogios sobre la didáctica del futuro, yo siento la incomodidad del que vive en un mundo en el que ya no se reconoce.

No hablo de la situación de emergencia: ahora es inevitable adaptarse a lo virtual para salvar el curso del desastre. Me refiero al coro de cantores del progreso, los profesores gestores y las universidades telemáticas cuya publicidad inunda desde marzo las televisiones y los periódicos. Hay quien se muestra exultante porque considera que el coronavirus es una oportunidad para dar el tan esperado salto adelante y quien, por el contrario, piensa con tristeza en que es imposible enseñar sin la presencia de sus alumnos.

Por eso me da una pena terrible pensar en el riesgo de que, en otoño, haya que reanudar los cursos utilizando la didáctica digital. ¿Cómo podré arreglármelas sin los ritos que han dado vida y alegría a mi oficio desde hace decenios? ¿Cómo podré leer un texto clásico sin mirar a los ojos a mis estudiantes, sin reconocer en sus rostros los gestos de desaprobación o de complicidad? Basta una pregunta para hacer que pensemos en lo que hemos hecho mal. Porque los profesores también son estudiantes, y aprenden. Las escuelas y las universidades, sin la presencia de alumnos y enseñantes, se volverían espacios vacíos, privados del soplo vital.

En estos meses de confinamiento estamos dándonos cuenta como nunca de que las relaciones humanas —no las virtuales, las reales— están transformándose, cada vez más, en un artículo de lujo. Lo profetizó Saint-Exupéry cuando dijo que “no existe más que un verdadero lujo, el de las relaciones humanas”. Ahora podemos medir eficazmente la diferencia entre emergencia y normalidad. Si bien, en la emergencia de la pandemia, encerrados en casa, las videollamadas, Facebook, WhatsApp y otros instrumentos análogos se convierten en la única forma de mantener vivas nuestras relaciones, cuando lleguen los días normales, esos mismos instrumentos pueden conducir a peligrosos espejismos.

Es una simpleza pensar que la amistad con un perfil social puede coincidir con un clic. Tampoco conversar en las redes es lo mismo que cultivar afectos. Una relación, para ser genuina, necesita lazos vivos, reales, físicos. Y lo mismo ocurre con los usuarios de las redes sociales que creen que, encerrados en su habitación, pueden entablar relaciones a través de un ordenador: detrás de la conexión permanente con los demás, lo que acaba por formarse es una nueva forma de terrible soledad. Sería inimaginable vivir sin Internet o sin teléfonos. Pero la tecnología, como un pharmakon, puede curar o intoxicar; depende de la dosis. En The New York Times, Nellie Bowles cuenta que el uso de los dispositivos de este tipo en Estados Unidos está disminuyendo en las familias ricas y aumentando en las pobres y de clase media. Las élites de Silicon Valley envían a sus hijos a colegios donde se da prioridad a las relaciones humanas, más que a la tecnología. Entonces, en el futuro, ¿el lujo de la interacción humana estará cada vez más reservado a los vástagos de los ricos y lo digital y virtual a la formación de los menos pudientes?

(Nuccio Ordine, profesor de la Universidad de Calabria; traducción de María Luisa Rodríguez Tapia, El País, 02/05/2020)

Modelos de enseñanza híbrida

Comienza la era post. En un ejercicio de proyección de futuro todo se articula en torno al cambio que viene, dándolo por hecho, como si la situación de crisis que vivimos fuera un resorte automático para la transformación de los diferentes sistemas sociales, las relaciones entre las personas, nuestra forma de estar y concebir el mundo.

En el terreno educativo el debate ha pasado en breve plazo de decidir cómo cerramos este trimestre a analizar cómo va a ser, después de todo lo que está ocurriendo, la educación del futuro. Se habla ya de la educación post-covid. En ese escenario la tecnología juega un papel clave. El discurso de la digitalización, la necesidad de que la innovación tecnológica aterrice de forma definitiva en las escuelas, se ha impuesto a golpe de virus. Al mismo tiempo la situación derivada de la crisis ha puesto de manifiesto, de un modo más claro que nunca, lo absolutamente necesaria que es la dimensión humana en el proceso educativo.

Resulta evidente que la digitalización va a ser fundamental para afrontar el día después de la actividad educativa. Nos dirigimos hacia modelos de enseñanza híbrida que combinen la educación ‘online’ y la presencial. Es necesario, por tanto, implementar procesos de digitalización en los centros, impulsados —y financiados— desde las Administraciones educativas. No se trata solo de combinar lo presencial con lo digital, sino de dar otro significado a la presencialidad. Frente a las voces que cuestionan la escuela actual, el auténtico replanteamiento del futuro educativo pasa por la identificación y puesta en valor de aquellas dimensiones de la práctica docente estrictamente humanas que ninguna alternativa virtual puede sustituir. Es ahí donde la educación se juega de verdad su futuro.

(Ainara Zubillaga, Directora de Educación y Formación de la Fundación Cotec)